LA CRISIS DE LA SOCIALDEMOCRACIA.
Cuanto más se desregulan y flexibilizan las relaciones laborales, con más rapidez pasamos de una sociedad del trabajo a otra de riesgos incalculables
Ulrich Beck
La consecuencia no deseada de la utopía neoliberal
es una brasilización de Occidente: son notables las similitudes entre
cómo se está conformando el trabajo remunerado en el llamado Primer Mundo y
cómo es el del Tercer Mundo. La temporalidad y la fragilidad laborales, la
discontinuidad y la informalidad están alcanzando a sociedades occidentales
hasta ahora baluartes del pleno empleo y el Estado del bienestar. Así las
cosas, en el núcleo duro de Occidente la estructura social está empezando a
asemejarse a esa especie de colcha de retales que define la estructura del sur,
de modo que el trabajo y la existencia de la gente se caracteriza ahora por la
diversidad y la inseguridad.
En un país semiindustrializado como Brasil, los que
dependen del salario de un trabajo a tiempo completo solo representan a una
pequeña parte de la población activa; la mayoría se gana la vida en condiciones
más precarias. Son viajantes de comercio, vendedores o artesanos al por menor,
ofrecen toda clase de servicios personales o basculan entre diversos tipos de
actividades, empleos o cursos de formación. Con la aparición de nuevas
realidades en las llamadas economías altamente desarrolladas, la
“multiactividad” nómada —hasta ahora casi exclusiva del mercado laboral
femenino occidental— deja de ser una reliquia premoderna para convertirse
rápidamente en una variante más del entorno laboral de las sociedades del
trabajo, en las que están desapareciendo los puestos interesantes, muy
cualificados, bien remunerados y a tiempo completo.
Quizá en este sentido las tendencias de Alemania, a pesar
del éxito que se atribuye a su modelo, representen las de otras sociedades
occidentales. Por una parte, Alemania disfruta de las mejores condiciones
comerciales que ha tenido en muchos años. La principal economía europea es modélica
por su forma de contener una crisis: tasas de interés bajas, flujo de capital
entrante, aumento sostenido de la demanda mundial de sus productos, etc. Así,
el desempleo en Alemania ha caído un 2,9%, y solo alcanza al 6,9% de la
población activa.
Por otra parte, se ha registrado un excesivo
incremento del empleo precario. En la década de 1960 solo el 10% de los
trabajadores pertenecía a ese grupo; en la de 1980 la cifra ya se situaba en un
cuarto, y ahora es de alrededor de un tercio del total. Si los cambios
continúan a este ritmo —y hay muchas razones para pensar que será así— en otros
diez años solo la mitad de los trabajadores tendrá empleos a tiempo completo de
larga duración, mientras que los de la otra mitad serán, por así decirlo,
trabajos a la brasileña.
Bajo la superficie de la milagrosa maquinaria
alemana se oculta esta expansión de la economía política de la inseguridad,
enmarcando una nueva lucha por el poder entre actores políticos ligados a un
territorio (Gobiernos, Parlamentos, sindicatos) y actores económicos sin
ataduras territoriales (capitales, finanzas, flujos comerciales) que pugnan por
un nuevo diferencial de poder. Así se tiene la fundada impresión de que los
Estados solo pueden elegir entre dos opciones: o bien pagar, con un elevado
desempleo, niveles de pobreza que no hacen más que incrementarse
constantemente; o aceptar una pobreza espectacular (la de los “pobres con
trabajo”), a cambio de un poco menos de desempleo.
El “trabajo para toda la vida” ha desaparecido. En
consecuencia, el aumento del paro ya no puede explicarse aludiendo a crisis
económicas cíclicas; se debe, más bien, a: 1) los éxitos del capitalismo
tecnológicamente avanzado; y 2), la exportación de empleos hacia países de
renta baja. El antiguo arsenal de políticas económicas no puede ofrecer
resultados y, de una u otra manera, sobre todos los empleos remunerados pesa la
amenaza de la sustitución.
De este modo, la política económica de la
inseguridad está ante un efecto dominó. Factores que en los buenos tiempos solían
complementarse y reforzarse mutuamente —el pleno empleo, las pensiones
garantizadas, los elevados ingresos fiscales, la libertad para decidir
políticas públicas— ahora se enfrentan a una serie de peligros en cadena. El
empleo remunerado se está tornando precario; los cimientos del Estado de
bienestar se derrumban; las historias vitales corrientes se desmenuzan; la
pobreza de los ancianos es algo programado de antemano; y, con las arcas
vacías, las autoridades locales no pueden asumir la demanda creciente de
protección social.
La “flexibilidad del mercado laboral” es la nueva
letanía política, que pone en guardia a las estrategias defensivas clásicas.
Por doquier se pide más “flexibilidad” o, dicho de otro modo, que los
empresarios puedan despedir más fácilmente a sus trabajadores. Flexibilidad
también significa que el Estado y la economía trasladan los riesgos al
individuo. Ahora los trabajos que se ofrecen son de corta duración y fácilmente
anulables (es decir, “renovables”). Por último, flexibilidad también significa:
“Anímate, tus capacidades y conocimientos están obsoletos y nadie puede decirte
lo que tienes que aprender para que te necesiten en el futuro”. La posición un
tanto contradictoria en la que se sitúan los Estados cuando insisten al mismo tiempo
en la competitividad económica nacional y la globalización neoliberal (es
decir, en el nacionalismo y la internacionalización) ha defraudado
políticamente a quienes reivindicaban el derecho individual de los ciudadanos a
la estabilidad laboral y a unos servicios sociales dignos.
De todo ello resulta que cuanto más se desregulan y
flexibilizan las relaciones laborales, con más rapidez pasamos de una sociedad
del trabajo a otra de riesgos incalculables, tanto desde el punto de vista de
las vidas de los individuos como del Estado y la política. En cualquier caso,
una tendencia de futuro está clara: la mayoría de la gente, incluso de los
estratos medios, aparentemente prósperos, verá que sus medios de vida y entorno
existencial quedarán marcados por una inseguridad endémica. Parte de las clases
medias han sido devoradas por la crisis del euro y cada vez hay más individuos
que se ven obligados a actuar como "Yo y asociados" en el mercado de
trabajo.
Mientras el capitalismo global disuelve en los
países occidentales los valores esenciales de la sociedad del trabajo, se rompe
un vínculo histórico entre capitalismo, Estado de bienestar y democracia. No
nos equivoquemos: un capitalismo que no busque más que el beneficio, sin
consideración alguna hacia los trabajadores, el Estado de bienestar y la
democracia, es un capitalismo que renuncia a su propia legitimidad. La utopía
neoliberal es una especie de analfabetismo democrático, porque el mercado no es
su única justificación: por lo menos en el contexto europeo, es un sistema
económico que solo resulta viable en su interacción con la seguridad, los
derechos sociales, la libertad política y la democracia. Apostarlo todo al
libre mercado es destruir, junto con la democracia, todo el comportamiento
económico. Las turbulencias desatadas por la crisis del euro y las fricciones
financieras mundiales solo son un anticipo de lo que nos espera: el adversario
más poderoso del capitalismo es precisamente un capitalismo que solo busque la
rentabilidad.
Lo que priva de su legitimidad al capitalismo
tecnológicamente avanzado no es que derribe barreras nacionales y produzca cada
vez más con menos mano de obra, sino que bloquee las iniciativas políticas
conducentes a la conclusión de un pacto para la formación de un nuevo modelo
social europeo. Cualquiera que hoy en día piense en el desempleo no debería
quedarse atrapado en viejas querellas como las relativas al "mercado
laboral secundario" o "los gastos salariales decrecientes". Lo
que parece un derrumbe debe convertirse más bien en un periodo fundacional de
nuevas ideas y modelos, en una época que abra las puertas al Estado
transnacional, al impuesto europeo a las transacciones financieras y a la
"utopía realista" de una Europa Social para los Trabajadores.
Ulrich Beck es
sociólogo, profesor emérito de la Universidad de Múnich y profesor de la London
School of Economics.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo
Nenhum comentário:
Postar um comentário