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La economía entiende muy poco de dioses
Un estudio rebate la clásica identificación entre protestantismo y capitalismo - ¿Influyen las diferencias culturales en el desarrollo? - ¿Por qué triunfan o fracasan los países?
M. ANTONIA SÁNCHEZ-VALLEJO
Si el sociólogo Max Weber (1864-1920) viviera, puede que hoy hubiera titulado de otro modo uno de sus libros más importantes, La ética protestante del capitalismo. Porque el desafío económico de los países asiáticos, por un lado, y la emergencia de potencias que poco o nada tienen que ver con la tradición de Lutero configuran un panorama alejado del maniqueísmo protestantes-católicos en que se inscribe la obra de Weber, cuya tesis viene a ser que el talante industrioso, emprendedor e individualista de los protestantes es un factor más acorde con el mercado que el de los católicos, supeditados a la jerarquía y contrarios a la usura.
Ni el capitalismo es lo que era cuando Weber escribió esa obra, ni las sociedades occidentales (protestantes o católicas, tanto da) son las únicas que rigen los destinos del mundo, y mucho menos en el contexto de la actual crisis. Si a ello se añade que algunos expertos refutan la tesis de la obra de Weber, el debate sobre el triunfo o el fracaso de las naciones debería formularse en términos globales, y, por mor de la corrección política, con independencia de cualquier mención religiosa, capaz de encender hogueras como bien ha podido comprobar Barack Obama al apoyar públicamente la construcción de una mezquita en la zona cero de Nueva York.
Averiguar si los países protestantes -o los confucionistas o los sintoístas, en el siglo XXI- son más prósperos que los católicos por la influencia de distintos factores culturales es una pretensión, por general, demasiado equívoca. Bélgica, de mayoría católica, es un país desarrollado, por no hablar de la católica Italia, que pertenece al G-8. Los economistas, en general, niegan la mayor: no hay hecho cultural que influya en la cuenta de resultados. Sociólogos y antropólogos, por no hablar de los teólogos, sostienen en su mayoría lo contrario: que es posible hallar la influencia que una fe o, por llamarlo de otro modo, un hecho cultural, tiene en aspectos tan cuantificables como el déficit o el PIB de una nación.
El doctorando de la Universidad de Harvard Davide Cantoni se ha atrevido a matar al padre de la sociología moderna refutando en parte su tesis de que protestantismo es igual a riqueza. Con un estudio titulado Los efectos económicos de la reforma protestante, Cantoni analiza el crecimiento económico de 272 ciudades alemanas (162 luteranas, 88 católicas y 21 calvinistas) de 1300 a 1900, llegando a la conclusión de que la diferencia de religión no explica las diferencias de crecimiento entre unas y otras.
Interpelado sobre la osadía que supone para un científico social llevarle la contraria a Weber, Cantoni advierte contra la tentación de sacar "demasiadas conclusiones" de los resultados de su trabajo. "Mi investigación es una comparación de largo recorrido, desde 1300 a 1900, de ciudades alemanas. Su relevancia es, ante todo, local, en el sentido de que responde a este planteamiento: ¿Cuál ha sido el impacto de la reforma protestante en el crecimiento de las ciudades alemanas entre 1300 y 1900?". Ante la tentación de extrapolar algún dato, Cantoni pide extremar la cautela: "En un sentido más amplio, el estudio podría servir para pronunciarse, cum mica salis, sobre la importancia del protestantismo en el crecimiento económico de Europa en general. Pero usarlo en un contexto distinto, como por ejemplo la Latinoamérica actual, no es de recibo".
Eso por lo que hace a la hipotética influencia del protestantismo en la economía. Porque el contexto en que Weber pergeñó su obra era ajeno a la actual pujanza -demográfica y política- del islam; al desafío económico de los tigres asiáticos y al mestizaje sociocultural -es decir, también religioso- de algunas de las potencias emergentes: Brasil, por ejemplo. El desempeño económico de India o China -que ya es la segunda potencia mundial, por delante de Japón- y su éxito global merecen capítulo aparte. Pero como sustrato del debate, el influjo de las diferencias culturales en los distintos modos de desarrollo de las naciones sigue teniendo cierto aliento, pese a las reticencias economicistas. A modo de ejemplo, aun políticamente incorrecto, para suscitar a las bravas la cuestión: ¿Puede triunfar económicamente un país -cualquiera de los musulmanes- que se detiene cinco veces al día para rezar? ¿Suponen las religiones orientales, del confucionismo al sintoísmo, una patente de éxito para el desarrollo económico, pese a las condiciones de precariedad de la clase trabajadora -menores incluidos en algunos casos-, o en aquel solo influyen circunstancias objetivas, cuantificables?
"Cantoni compara alemanes con alemanes; según su tesis, lo importante es ser alemán, no protestante o católico", explica José Ignacio Torreblanca, del FRIDE, que se hizo eco de la tesis de Davide Cantoni en un artículo publicado en EL PAÍS (Prejuicios, 5 de abril de 2010). "Lo interesante del debate de las teorías del desarrollo es averiguar qué circunstancias objetivas influyen en el triunfo. Y, al revés, cuáles están detrás del subdesarrollo. Hay una estructura de oportunidades: los países más que pobres son desiguales. Todas las periferias, por definición, son más pobres que el centro, donde se concentran las oportunidades. Y eso puede verse incluso en la Unión Europea. ¿Quiénes son los países que están a la cola de la UE? Irlanda, Portugal, España y Grecia", explica Torreblanca. De los cuatro, tres (Irlanda, Portugal y España) comparten tradición cultural, y profundas raíces católicas.
Para Iliana Olivié, investigadora principal de la Fundación Elcano y profesora de Teoría del Desarrollo Internacional en la Universidad Complutense de Madrid (UCM), tras el éxito de muchos países asiáticos no hay que ver la velada o la patente influencia de las religiones que sus poblaciones profesan, sino políticas integrales de desarrollo. "Aunque hay muchos casos diversos, hay elementos comunes: una política integral de desarrollo en la que todo se supedita a ese modelo, que además es un modelo nacional; y una apropiación del mismo por parte de la población. La sociedad ha metabolizado ese modelo, lo ha hecho suyo con un patriotismo bien entendido. ¿Se puede concluir de ahí que las filosofías orientales conducen al éxito económico? De ninguna manera. Lo que diferencia a Asia es ese proyecto nacional y coherente de desarrollo, que incluye al conjunto de la sociedad y que va a ir adaptándose a los tiempos". Ahora bien, aunque Olivié se niega a aceptar que en el desarrollo influya factor cultural alguno, "si hay una cierta homogeneidad cultural, social, étnica, puede que sí ayude...". Pero sin inferir de ello que las filosofías orientales empujen al éxito. "De ninguna manera", sentencia.
Desde los tiempos de Adam Smith y Karl Marx, el debate sobre el desarrollo de las naciones se formula en torno a tres puntos básicos: "Mayor o menor intervención del Estado; si es necesaria o no una industrialización, un eje de discusión que se ha revitalizado con el extraordinario desarrollo de China, y mayor o menor apertura de los mercados, algo que está relacionado con el primer punto. Este esquema sustenta todas las teorías de desarrollo", explica Olivié.
La investigadora señala, no obstante, que, al pensar en clave de eficacia, competitividad o éxito, "lo hacemos influidos por la cultura dominante, que es la anglosajona". Y, a la inversa, si repasamos el panorama económico iberoamericano -con la excepción de Brasil, o del despegue económico chileno de los años noventa-, lo hacemos enfocando a países que se emanciparon sobre la base -las ruinas- de un sistema ajeno, el colonial. "España exportó un modelo de burocracia institucionalizado, y es verdad que ha podido dejarlo como legado en América Latina", señala Olivié. No obstante, en un debate como este "no hay síes ni noes, todo es una amplia gama de grises".
Federico Steinberg, también investigador principal de la Fundación Elcano y profesor de Economía en la Universidad Autónoma de Madrid, comparte con su colega el rechazo inequívoco a la influencia cultural como determinante del éxito o el fracaso económico de una nación. "A los economistas no nos gustan las explicaciones culturalistas, parte del desarrollo asiático se puede explicar sin recurrir a ellas. La gente responde a incentivos, esta es la base de la teoría económica. Si todo fuera [influencia] cultural, estaríamos abocados a un determinismo trágico". Pero concede: "No negamos que la ética protestante esté detrás de gente más ahorradora o inversora, pero lo que importa es que las políticas públicas se hagan bien o mal". Así, si la religión -la diferencia cultural, en suma- no es determinante, ¿influye más el contexto? ¿Puede un país sustraerse a la crisis con un buen rumbo económico? "Los países con buenas políticas internas, por ejemplo Brasil, siguen desarrollándose pese a que el marco internacional no es favorable. En suma: el desarrollo consiste en buenas políticas públicas internas; el subdesarrollo, en lo contrario, y esto sucede tanto en dictaduras como en democracias...".
El sociólogo Enrique Gil Calvo defiende a capa y espada la influencia de factores culturales en los distintos grados de desarrollo. En el ámbito occidental, dice, "hay tres mundos del bienestar: el nórdico, que equivaldría a la socialdemocracia; el anglosajón, o liberal, y el continental, o democristiano. Así que por un lado estarían los modelos nórdico y anglosajón, y por otro, todos los demás, es decir, lo que ahora llamamos PIGS [acrónimo de Portugal, Irlanda, Grecia y España]. Esta división se puede apreciar también en las políticas públicas, incluso en el mayor o menor grado de corrupción", en la que, no hay que decirlo, los países meridionales de la UE sacan peor nota que los del norte.
Pero ¿dónde está la explicación? ¿En qué hunde sus raíces la diferencia entre los tres bloques? Gil Calvo no lo duda: "En la religión. Los nórdicos son luteranos; los anglosajones, calvinistas, y los PIGS, católicos, salvo Grecia". A los tres modelos de desarrollo citados podría añadirse un cuarto, el renano, un híbrido "donde se mezclan protestantes y católicos", explica Gil Calvo.
Para el sociólogo, las diferencias culturales lo empapan todo. "También los distintos sistemas jurídicos vigentes en Occidente, la common law frente a la civil law, que se basan en distintos modelos de familia, el autoritarista frente al igualitario, o el troncal, donde todo lo hereda el primogénito".
Ciñendo el debate al contexto occidental, Gil Calvo considera que la influencia de la cultura en la economía se puede demostrar empíricamente, "incluso a través de las encuestas". Por ejemplo, la desigual respuesta de las sociedades frente a la corrupción. En el Barómetro de enero de 2010 del CIS, la corrupción y el fraude solo constituían la undécima preocupación de los españoles, muy por detrás de cuitas como la economía o la inseguridad. "A los católicos se nos perdona la corrupción como se nos perdonan los pecados, basta con confesarse. Por el contrario, entre los calvinistas impera el sálvese quien pueda, la insolidaridad y la desigualdad: los ciudadanos quieren ser desiguales. El igualitarismo es el rasgo del luteranismo, con un Estado de bienestar muy completo en el que los ciudadanos quieren ser iguales".
Aunque este reportaje no tenga pretensiones científicas, queda demostrado, grosso modo, que la benedictina regla del ora et labora (reza y trabaja) ha tenido a lo largo de la historia muy desiguales manifestaciones según a qué punto del mapa se mire. Pero de ahí a que la cuenta de resultados de las naciones se incline más por el haber que por el debe, o viceversa, en función de una creencia determinada, es algo que pocos científicos, una vez muerto -y rematado por obra y gracia de Davide Cantoni- Weber, van a defender.
segunda-feira, 23 de agosto de 2010
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